En los próximos días se llevarán a cabo las audiencias programadas para la designación de dos candidatos a la Corte Suprema de la Nación. El procedimiento que se ha puesto en marcha muestra ya ciertos rasgos distintivos que generan perplejidad y convierten al mismo en un proceso inquietante. El conjunto de problemas presente es de tal magnitud y tal peso que es difícil no preguntarse si los funcionarios que lo impulsan son conscientes de lo que están haciendo, y si advierten cuáles son los riesgos propios de la operación que propician bajo la falsa creencia de que “todo pasa” o “todo se olvida.”
Son muchas y muy serias las cuestiones en juego, pero comienzo por una que debería ser suficiente para dar al proceso por terminado. En América Latina, que no es una región de avanzada en la materia, todos los tribunales superiores –todos– aparecen de algún modo comprometidos con la diversidad de género en su composición. Ello así, con casos en donde la mayoría de los miembros son mujeres (alrededor del 70% en varios de los países del Caribe, incluyendo Jamaica, Barbados y Surinam); en Uruguay, el porcentaje de mujeres es del 40%; en Chile, del 36; en Perú, del 33.3; en México, más del 30% de los sitios están ocupados por mujeres. En ese contexto, la Argentina aparece como el peor caso, y única excepción latinoamericana. Nuestro país ocupa el último lugar de la escala, con un inconcebible 0%, en una región que en promedio asegura un 30% de mujeres en las altas cortes (Castagnola & Pérez-Liñán 2021). No se trata, por supuesto, solo del carácter vergonzante de una cifra que nos condena, sino también de nuestra insistencia: el tribunal no cuenta con ninguna mujer desde la renuncia de Elena Highton, en 2021, y los últimos siete candidatos propuestos por el poder político fueron todos varones (Carlés, Sarrabayrouse y Sesín; luego Rosenkrantz y Rosatti; ahora Ariel Lijo y Manuel García-Mansilla). Hoy tenemos una nueva oportunidad de remendar, por fin, esa situación bochornosa, pero no: aprovechamos la ocasión para persistir, reforzando la degradación y prolongándola en el tiempo todo lo que podamos.
«La Corte no cuenta con ninguna mujer, lo que soslaya un deber legal»
Desde ya, no se trata –simplemente– de imitar la básica decencia que muestran todos los países vecinos sobre el tema; ni de otorgar un premio consuelo al grupo mayoritario en el país –el de las mujeres–, violentando alguna puerta lateral para permitir el ingreso de una de ellas. Se trata, específicamente, de cumplir con lo que son, en nuestro caso, deberes legales (decreto 222 inc. 3, de 2003, por el que el Ejecutivo se compromete a asegurar, de manera especial, la diversidad de género en las nuevas designaciones para la Corte Suprema); y, más todavía –por si aquello no bastara– exigencias constitucionales (el art. 75 inc. 23 obliga a los congresistas a “legislar y promover medidas de acción positiva que garanticen la igualdad real de oportunidades y de trato, y el pleno goce y ejercicio de los derechos reconocidos por esta Constitución…, en particular respecto de… las mujeres”).
El señalamiento que hago no pretende, en todo caso, fundarse meramente en argumentos de autoridad (legal) ni en razones de moralidad (la vergüenza de ser el peor caso). Si el poder político debe garantizar, en la Corte, la igualdad de género de la que hoy parece burlarse, esto tiene que ver, sobre todo, con razones de justicia. Necesitamos un tribunal que maximice la imparcialidad; que reduzca, tanto como pueda, los riesgos de las decisiones sesgadas, y que impida así –en la medida en que sea posible– que los fallos del tribunal tiendan a favorecer especialmente a un grupo o sector (los varones, los más ricos, la clase dirigente). Al respecto, no hay mayores dudas sobre lo que puede (y debe) hacerse, ya que los estudios empíricos de los que disponemos son unánimes al respecto: la presencia de mujeres en los tribunales colegiados no solo enriquece a las cortes con argumentos y fortalece las perspectivas antidiscriminatorias que necesitamos, sino que además “lleva a que los jueces varones voten de un modo que de otra manera no harían, a favor de los demandantes” (Boyd, Epstein y Martin, 2010). Todo esto robustecido por cuestiones que debiéramos considerar obvias y de sentido común, pero de las que habitualmente ni queremos enterarnos: los rasgos identitarios básicos de los jueces –género, raza, religión, etnia– se correlacionan con una tendencia a beneficiar a los miembros de los grupos a los que pertenecen. Mientras que la mayor diversidad de los tribunales (por ejemplo, cortes “multicolores” en el marco de sociedades racialmente divididas) contribuye a la imparcialidad de sus fallos (Epstein y Knight, 2022). Es decir, la preferencia argentina por un tribunal compuesto solo por varones no solo exhibe una terquedad dogmática e injustificada, sino que también desafía al derecho vigente, favorece la toma de decisiones más injustas y refuerza la desigualdad que una parte mayoritaria de nuestra sociedad padece.
«Una elección equivocada daña la maquinaria republicana por mucho tiempo»
Lo dicho debería ser suficiente para poner punto final al proceso de designación de dos varones más, dentro de una Corte compuesta ya, enteramente, por varones. Es que resulta difícil entender el sentido de lo que nuestros legisladores realizan: como si sufrieran de cierta ceguera moral que les impidiera actuar de otro modo.
Ahora bien, ¿hace falta decir que la situación descripta es todavía peor –mucho peor– que la señalada? ¿Hace falta agregar que el análisis anterior todavía no incluye la consideración del “elefante” del que todos hablamos, cuando hablamos del(os) nombre(s) del(os) candidato(s) propuesto(s)?
Los problemas serios que afectan, de manera específica, a los dos candidatos propuestos por el Gobierno refieren a causas diversas y de gravedad diferente. En uno de esos casos, sobre el que no voy a insistir, nos encontramos con un candidato que genera reparos adicionales y particulares por la concepción general del derecho que suscribe. Esa objetable concepción del derecho abarca, desde su ideología conservadora (finalmente, un dato menor), a sus compromisos laborales (esto es, sus estrechos vínculos con cierto sector del empresariado) hasta –y sobre todo, diría– su teoría interpretativa del derecho: un “originalismo” tradicionalista, frágil y vulnerable, que el candidato practica como modo de interpretar la Constitución, en los casos difíciles. El problema es que la teoría “originalista” busca encontrar respuestas a los problemas de hoy en los dichos y hechos del pasado (“la voluntad de los padres fundadores”, las “tradiciones locales”) y termina –vaya casualidad– por hallar siempre la respuesta deseada en la boca de los viejos próceres o en las raíces de la patria (rechazo al aborto, resistencia frente al matrimonio igualitario, protecciones especiales para los más poderosos, etc.). La grave dificultad que conlleva esta visión es que, como le dijo Thomas Paine a Edmund Burke, todos queremos seguir las tradiciones de nuestro país, pero pensamos en tradiciones distintas y las leemos, por lo demás, de modo diferente. Se trata del tipo de problemas que vemos hoy agigantados en la Corte de los Estados Unidos, un tribunal capturado por originalistas de la misma cepa: un tribunal de fanáticos que, en nombre de la tradición, impone sus preferencias –propias de una elite sectaria– sobre la política democrática. Ese “originalismo” que, desde hace años, ha ganado el control del tribunal norteamericano ha terminado por transformar una Corte que era modelo y faro para todo Occidente en otra que causa estupor e incredulidad en doctrinarios y ciudadanos de todo el mundo.
El caso que más nos preocupa a todos, sin embargo, es el restante: una elección que nos coloca, ya no frente a un jurista comprometido con una concepción del derecho extravagante, dispuesto a imponer sus preferencias teóricas sobre la política, sino ante un juez que se distingue, lamentablemente, por los rasgos contrarios. Hablamos aquí de un magistrado carente de concepción jurídica alguna, que aparece dispuesto a utilizar las formas y oportunidades que le ofrece el derecho para satisfacer los requerimientos políticos que oportunamente el poder le solicita. Se trata de referencias alarmantes para un candidato a la Corte, respaldadas por los datos crudos de su desempeño: el injustificado enriquecimiento personal que demuestra el candidato a partir del ejercicio supuestamente normal de su cargo; las estadísticas que lo destacan como uno de los jueces más ineficientes, dentro de un gremio de por sí ineficiente; y las estremecedoras cifras que demuestran el nivel de protección que ha provisto a empresarios y políticos acusados de corrupción, consistentemente y a lo largo de toda su trayectoria.
Se repite, entonces, la pregunta que hacíamos frente a la desidia exhibida por nuestra clase política en materia de género: ¿serán conscientes de que la sociedad acaba de repudiar, hastiada, los rasgos que ahora ellos buscan premiar a través de una propuesta semejante?
En el texto más importante jamás escrito sobre la rama judicial –el texto que sentara las bases de esa función, El federalista n. 78– Alexander Hamilton llamó la atención sobre lo que se ponía en juego ante cada nueva designación de jueces. Mientras los políticos son electos popularmente, por mandatos cortos, y sujetos al control del voto popular, los jueces son designados de modo indirecto, mantienen sus cargos por décadas (tal vez de por vida) y resultan dispensados del control ciudadano. De allí el énfasis que pusiera sobre las rígidas condiciones exigibles para la tarea (destaco algunas, entre muchísimas otras: conocimiento, estudios, decoro, integridad, buena conducta, firmeza, virtud, temple). De entre su larga enumeración, Hamilton subrayó, sobre todo, la capacidad del candidato para generar “confianza pública y privada”. Esto, porque entendía bien el problema en curso: son tantos los poderes que se asignan a los tribunales superiores, y tan pocos los controles externos que se establecen sobre ellos, que no queda margen alguno para la experimentación o la prueba. Todo lo importante se concentra en el momento mismo de la elección y designación del candidato (entonces, no es posible decir “probamos con este juez que nos genera dudas; total, si nos sale mal, después lo cambiamos”).
Aquí no hay espacio para el error: si la elección es equivocada, la maquinaria republicana queda averiada en un ala. Y tal vez, como puede ocurrir en nuestro caso, para las próximas décadas.
Por eso no se advierte bien qué experimento tratan de ensayar nuestros representantes. Ignorando al derecho comparado; dejando de lado sus deberes constitucionales; pasando por alto las exhortaciones de la doctrina y descuidando también –sobre todo– su mandato político, se muestran actuando ya sea cínica, ya sea irracionalmente. O no entienden lo que hacen o ya no les importa nada. Con arrogante desdén, nuestra clase dirigente parece invocar los fuegos que terminarán por devorarla.