París no ofreció la postal clásica de la diplomacia con sonrisas forzadas ni comunicados de euforia medida. Lo que sí dejó, en cambio, fue una advertencia con ceño fruncido. Desde la ciudad de la luz, del amor y de la moda, el secretario de Estado estadounidense, Marco Rubio, dejó entrever que el compromiso de Washington con el fin de la guerra en Ucrania no será eterno. “Necesitamos determinar muy rápidamente, y estoy hablando de cuestión de días, si esto es factible o no”, lanzó, en tono seco, el funcionario norteamericano.
No hubo metáforas ni rodeos diplomáticos. Si la paz no aparece en el horizonte inmediato, Estados Unidos se corre. Así de simple. Y así de complejo.
La afirmación del encargado de ejecutar la política exterior norteamericana, lejos de ser un exabrupto, condensa la nueva doctrina diplomática del gobierno de Donald Trump: pragmatismo sin sutilezas. Una lógica que ve el involucramiento prolongado en conflictos ajenos como una fuga de recursos y energía. “No es nuestra guerra. No la iniciamos”, enfatizó Rubio, marcando el territorio simbólico de una potencia que empieza a mirar hacia adentro y hacia otros frentes más rentables o estratégicos.
Cota de tolerancia
La frase, breve pero reveladora, formula una pregunta incómoda: ¿cuánto más está dispuesto Estados Unidos a invertir en una guerra que no termina y cuyo desenlace parece cada vez más lejano?
La advertencia llegó tras una serie de encuentros con representantes ucranianos y aliados europeos en París. Allí, Rubio y el enviado especial de la Casa Blanca Steve Witkoff presentaron un borrador de plan de paz que, según el Departamento de Estado, fue recibido con “una recepción alentadora”. Sin embargo, los detalles del contenido no fueron revelados. Tampoco se mostraron señales concretas de avance, ni se visibilizó un consenso inmediato.
En paralelo, Rubio mantuvo un contacto directo con el ministro de Relaciones Exteriores de Rusia, Sergey Lavrov. El hecho, más allá del contenido del intercambio, es significativo en sí mismo: habla de una diplomacia que no rehúye al contacto con el adversario, pero que tampoco disimula su impaciencia.
“Vinimos a París para comenzar a hablar sobre lineamientos más específicos que lo que podría necesitarse para poner fin a la guerra y determinar si este es un conflicto que puede terminarse”, explicó Rubio. El verbo “determinar”, repetido en varias de sus frases, no es menor: la administración Trump parece más preocupada por definir con claridad su propio papel que por sostener la participación indefinida en un proceso incierto.
En esa línea, Rubio fue más allá: “Si estamos tan distanciados que esto no va a suceder, entonces creo que el presidente probablemente está en un punto donde va a decir ‘hemos terminado’”.
Juego a tres bandas
Es un mensaje con destinatarios múltiples. Por un lado, a los propios ucranianos, a quienes Estados Unidos asistió militar y financieramente durante los últimos tres años. Por otro, a Europa, donde muchos gobiernos observan con inquietud una posible retirada del principal sostén occidental en el conflicto. Pero también -y quizás sobre todo- a Rusia, a quien se le insinúa que si no hay voluntad de negociación, habrá un cambio de escenario.
Porque cuando Rubio dice “seguiremos adelante”, lo que sugiere es un corrimiento estratégico. Un giro que podría implicar, por ejemplo, enfocarse en el Indo-Pacífico, en la relación con China, o en los múltiples focos de tensión interna que la administración Trump identifica como prioritarios.
No se trata de un abandono, al menos no en términos absolutos. Pero sí de un cambio de fase. Uno donde el apoyo a Ucrania, si persiste, podría asumir formas menos comprometidas, menos centrales. Más simbólicas que efectivas.
En su habitual estilo directo, Rubio dejó flotando una idea que atraviesa toda la política exterior de este tiempo: la noción de que el poder ya no se mide sólo por cuánto se interviene, sino también por saber cuándo retirarse.
Así, entre declaraciones calculadas y silencios cargados de significado, Estados Unidos empieza a trazar un nuevo límite en su rol internacional. Y Ucrania, como tantas otras veces en su historia, queda en la cuerda floja entre la geopolítica y la urgencia.