En momentos efervescentes como este, cuando quedan pocos días para el lanzamiento de Volumen 2, su nuevo disco, y se viene una serie de presentaciones en Buenos Aires y giras por todo el país, la familia de Ligia Piro (52) sabe bien cómo acompañarla: tanto su marido, el baterista y productor musical David Libedinsky, como sus tres hijos, Román (17), Álex (13) y Elisa (10), poseen la fórmula con la dosis exacta de aliento, paciencia, silencio y todas las risas que la artista necesita. Ligia es dueña de una de las voces más privilegiadas, conmovedoras y versátiles de estas latitudes: desde el tango –el estilo con el que hicieron historia sus padres– hasta las canciones populares argentinas y latinoamericanas, pasando por la bossa nova, el jazz y las baladas de amor por las que tiene debilidad, no hay género que se le resista. Lleva editados siete álbumes, acumula gran cantidad de galardones, como el Konex a la Mejor Intérprete Solista de Jazz, y cuenta con varias nominaciones, como la de los Premios ACE y los Premios Gardel. Sin embargo, para ella, su premio más importante es su familia. En la intimidad de su casa, asegura a ¡HOLA! Argentina: “Mi familia es mi gran banda soporte, me acompaña todo el tiempo. Si de algo estoy orgullosa, es de la familia que armé”.
–¿Siempre quisiste tener hijos?
–Sí. Y estaba segura de que si no aparecía alguien con quién tenerlos los iba a tener sola. Estuve siempre convencida de que cuando fuera madre no iba a ser una madre ausente. De chica, no la pasé bien. En mi infancia, tuve, por momentos, muchas ausencias de madre y de padre.
–¿En qué sentido? Ser la hija de dos pesos pesados como la “Tana” Rinaldi y Osvaldo Piro debe haber sido la envidia de todos tus compañeros de colegio.
–Mis padres han sido dos personas extremadamente generosas. A mi hermano [Alfredo Piro, también cantante] y a mí nos enseñaron a seguir nuestros instintos, a ser perseverantes; y nos mostraron todas las herramientas para desenvolvernos en la vida y en nuestras carreras. Sin embargo, tuvieron una actitud con la que yo no estoy de acuerdo: delegaron en otros nuestra crianza. Cuando ellos decidieron terminar con su matrimonio, mi hermano y yo éramos muy chicos: yo tenía cuatro 4 años y él, 2. La de mis padres fue una separación abrupta: de la mañana a la noche, mi papá ya no estaba más en casa y mi mamá no nos explicaba nada. Hoy no se le hace eso a un chico.
–Y, en el medio, un año antes del golpe militar de 1976, tu mamá se exilió en París.
–Si bien fue algo progresivo, no por eso fue menos doloroso. Como mamá no tenía trabajo en la Argentina, empezó a ir a Francia. A veces, se iba por un mes o dos, y, después, regresaba. Y así. Mi mamá estaba absolutamente convencida de que tenía que hacer su carrera. Cuando ella viajaba, mi hermano y yo pasábamos largas temporadas en lo de mis tíos abuelos, que vivían cerca de casa. Y también con mi abuela Ángela, que había enviudado muy joven; ella se mudaba a mi casa. Junto con mi abuela también se instalaba mi bisabuela. De chica hablé muchísimo más con mi bisabuela y con mi abuela que con mi mamá.
–Cuando tu madre evocó sus años en Europa, ha insinuado que vos y tu hermano se lo tomaron bien, con naturalidad.
–Bueno… es su mirada. Entre mis 6 años y mis 15 no tengo buenos recuerdos. Sentía mucha soledad y una angustia diaria; lo recuerdo como una piedra en el pecho. Dolía. Era una situación fea. Además, en el colegio de monjas al que iba me sentía la rara total. Era la única hija de padres separados, escuchaba a Billie Holiday y, además, iba al psicólogo. Es que, como mi mamá se psicoanalizaba y pensaba que la terapia hacía bien, también me mandaba a mí. ¿Ves? Ahí sí estuvo bien.
–Con todo lo que contás, es llamativa la presencia de tu mamá en esta casa: en el living, por ejemplo, tenés una pintura de ella en un lugar central…
–Esa obra la hizo una pintora francesa que estaba fascinada con el tango. Se inspiró en mi mamá para hacerla; después, se la regaló… y ella me la regaló a mí; y hoy ocupa un lugar protagónico en ese mueble [es un diseño de David, su marido]. De chica, fui muy permeable a los daños… Si bien siempre tuve la puerta abierta para hablar con mi mamá, se sumaba que yo era muy “para adentro”. Cerca de mis 18 años, empecé a sacar para afuera lo que me pasaba.
–¿La enfrentaste?
–Me puse rebelde y empecé a decirle todo lo que pensaba. Un día, cuando ya había terminado el secundario y ya me había inscripto en el Conservatorio de Música y en la escuela de Agustín Alezzo [Ligia no sólo estudió música, sino también actuación], le dije de todo: “Vos tuviste suerte. Alfredo y yo podríamos haber terminado mal”, le dije. Estuvimos meses sin hablarnos, algo que hoy no sucede: en la actualidad, hablamos todos los días muchas veces. Aunque lo hayamos descubierto tarde, mi mamá generó conmigo una gran amistad; la misma que tengo yo con mis hijos.
–¿Cómo seguiste después de ese quiebre?
–Pude avanzar. Pero quien tuvo que hacer el trabajo de comprensión fui yo: yo entendí, yo perdoné. A partir de ese momento, cuando pude hablar con mamá sobre un montón de cosas y cuando ella entendió la visión desde el lado de los hijos –que hasta entonces no la había visto–, empecé el camino de mi sanación.
–¿En qué consistió ese camino?
–Siento que la maternidad me hizo poderosa; me ayudó a armarme un caparazón. Después del nacimiento de mi primer hijo, hice constelaciones familiares: constelé con el linaje femenino de mi familia, con mi abuela, mi mamá… ¡Tenía 34 años y todavía seguía sin resolver ese rollo! Lloré mucho. Pero ahí empecé a entender más concienzudamente que nada de lo que me habían hecho había sido intencional: mi madre, a su vez, había tenido una crianza de desapego.
–¿Hiciste otras cosas para sanar?
–A lo largo de estos años he ido conectándome con mi parte espiritual, buscando lo que me hacía bien: quise aprender sobre el budismo e incursioné en el ho’oponopono [es una tradición hawaiana que apunta a la resolución de problemas interpersonales basándose en la reconciliación y el perdón]. Si bien fui criada en el catolicismo, me siento interpelada por la filosofía judía mucho antes de conocer a David y de que nacieran mis hijos. Estoy analizando cambiarme. Todas las doctrinas que hablan del amor, la luz y el positivismo me interesan. Hago yoga, gimnasia, medito.
–Cuando se tiene una infancia complicada, puede suceder que se repita lo mismo que uno vivió o…
–O no. Yo no repito mi historia: soy total y plenamente consciente de que no iba a repetir la historia. Nunca dudé de que quería ser madre, así como tampoco tuve miedo de lanzarme, a los 19 años, a cantar jazz en un boliche a medianoche. Siempre pensé que las cosas iban a salir bien. Desde el principio supe que tendría una maternidad distinta de la que habían tenido conmigo; tenía en claro que no quería sentirme en falta, como mi madre. Porque, con los años, ella me lo reconoció: “Me he sentido en falta”. Yo puedo sentirme en falta en muchas cosas, pero no en eso: mi mirada ha estado siempre puesta en mis hijos. Puedo, de hecho, relegar mi carrera por mis hijos. Estoy pendiente de ellos. Me gusta; lo necesito… quizás más yo que ellos.
–Y, desde hace 19 años, David es tu gran pilar (Ligia conoció a su marido a los 19 años, casi al mismo tiempo que ella empezó a cantar. David era el baterista de su banda).
–Si no tuviera el marido que tengo, que acompaña, todo sería muy difícil. Con David, que también viene de una niñez difícil, compartimos la idea de familia. Cuando mis padres se casaron, eran dos genialidades. Estrellas, cada uno en lo suyo… e intolerantes con ellos mismos. Con David, en cambio, hemos aprendido de tolerancia y de respeto: para salir adelante, sabemos escucharnos y contar con las palabras.
–Aprendieron a usar la voz.
–La voz sirve para cantar canciones de amor, que me encantan. La voz sirve para expresar libertad, para decir las cosas que uno necesita. Sirve para sanar.
Producción: Paola Reyes
Maquillaje y peinado: Joaquina Espínola @joaquinamakeupartist Agradecimientos: Mirta Armesto, Perramus, Lacoste, Pioppa y Oggi zapatos