En el deporte, nadie se prepara para perder. Esa palabra es maldita. Y cuando los éxitos se encadenan, entonces puede parecer que sencillamente esa posibilidad está vedada. Si se toma por válida la enfermiza dualidad que divide el mundo entre ganadores y perdedores, a esta selección argentina solo le cabe el espacio de los primeros: la historia reciente, todavía fresca, la avalan. Allí reside el enorme valor que tiene para Colombia haber dado un golpe sobre el statu quo del fútbol mundial: no cualquiera le gana a este equipo tan cargado de pergaminos como de orgullo, su motor invisible. Para lograrlo, hay que consumar algo así como una hazaña. Eso explica la imagen del final de la tarde en la tórrida Barranquilla: camisetas amarillas pegadas unas con otras en abrazos más típicos de una final ganada que de un partido que no definía nada. Y está muy bien valorar así un triunfo injusto desde el mereciómetro, por lo inusual: se cuentan con los dedos de una mano los que le torcieron el brazo a los campeones a lo largo de un ciclo irrepetible. Que está vigente, más allá de esta astilla. Paradojas del deporte: incluso perdiendo, se puede ganar. Aunque el afán resultadista -en el fútbol, en la calle- inste a creer que eso es mentira.
El plan de partido de Argentina era consecuente con las condiciones atmosféricas: abonada al sopor; Barranquilla esperó a los campeones del mundo con 31 grados y 76 por ciento de humedad a las 15.30, la hora señalada para el comienzo. Y ante eso, Scaloni planteó la idea de que el equipo fuese un bloque que se moviera acompasadamente, sin llaneros solitarios que buscaran una hazaña. Pases lentos -laterales la mayoría de las veces-, escasos desplazamientos en ataque de Montiel y Lisandro Martínez, volantes que no pisaban el área de Vargas… Nadie rompía la inercia, en parte también porque Colombia no hacía mucho en el tramo inicial del juego para forzar el desarrollo. Al contrario: el respeto por “los rangos”, como le gusta decir a De Paul, hacía que los locales no asumieran el protagonismo que podía esperarse.
Pero todo se rompió con una jugada de estrategia, un punto habitualmente alto en la era Lorenzo de Colombia: la selección no marcó bien el germen de un córner, James Rodríguez y Arias le hicieron el 2-1 a De Paul, el capitán lanzó un centro perfecto y Mosquera cabeceó sin oposición. Gol, 1-0 y a transpirar (¡más!). Porque Argentina tuvo que ir a remolque en el resultado, algo que solo le había ocurrido ante Uruguay en la Bombonera en estas Eliminatorias. Aquella noche, la historia se saldó con un 0-2 indiscutible. Ahora había más de una hora por delante para torcer la derrota parcial, en un contexto complejo: si bien un partido de este calibre no se compara con una final -la de la Copa América que ganó Argentina en Miami dos meses atrás-, Colombia ansiaba una victoria que, de llegar, daría la vuelta al mundo. No cualquiera le gana a esta selección.
Si a la Argentina le había costado pasar del toqueteo a las jugadas de gol con el 0-0, en desventaja empezó a apelar al juego directo, en general nacido de los pies de Enzo Fernández, su mejor lanzador -discontinuo esta vez-. Y en dos córners orilló el empate dos veces, con los Martínez como protagonistas. Pero no: el primer tiempo se iba con un resultado que no se llevaba bien con el desarrollo. Un elemento que siempre le da un plus a este deporte: no siempre gana el que más méritos acumula. Y como si fuera consciente de eso, James equilibró todo involuntariamente al inicio del segundo tiempo con un pase lateral que capturó Nicolás González, al que por fin se le abrieron las aguas: galopó y definió de zurda, con justeza entre las piernas de Vargas.
El golazo destapó una cara que el partido no había mostrado. La rigidez táctica le dio lugar a un intercambio de ataques, con menos cuidados. Colombia sintió el impacto del error de su emblema, pero no pasó mucho tiempo hasta que el VAR llamó al árbitro, Piero Maza, para invitarlo a ver un posible penal de Otamendi a Muñoz: lo cobró luego de observar varias repeticiones, que en ningún caso entregaron la certeza de la falta. Se sabe: desde que el fútbol empezó a ser un juguete manejado con un control remoto desde una cabina más parecida a la NASA que al deporte, su esencia se desvirtuó para siempre. Nadie había reclamado con énfasis el penal, cuya sanción enojó a Scaloni como no suele verse. Al borde del campo, exaltado, empezó a gritarle al juez chileno cuando pasaba cerca. Sin hacerles caso a los argentinos que lo rodearon antes de ejecutar, James subsanó su pifie anterior con un zurdazo cruzado, impecable. Dibu Martínez, silbado en cada intervención por los efusivos barranquilleros, no lo comió.
El juego entonces se hizo definitivamente atractivo. Colombia, de pronto, sintió el peso de estar ganándole al póster que habita incluso en miles de hogares propios que aman a Messi. Y se retrasó más de lo que su propio DT quería. Argentina probó con Mac Allister como nuevo conductor, Acuña por la banda para ser profundo, Lo Celso para imaginar un pase filtrado y hasta Dybala en los últimos minutos. Armas para buscar el empate, un deseo más hijo del amor propio que de la necesidad puntual: ningún resultado en la fecha iba a quitarle a la Argentina el liderazgo en el camino al Mundial 2026. Pero esta selección se hizo grande así, peleando también cuando no parecía haber un premio grande en juego. Esta vez, no le alcanzó. Y Colombia celebró una victoria que vale en sí misma como pocas: desde ahora puede decir que le ganó a la mejor selección del mundo.